Vacaciones de Navidad

Ya comenté hace tiempo -más del que puedo reconocer sin avergonzarme- que yo hago de perder cosas un deporte de élite y, tras muchos años de práctica, he adquirido la costumbre de esperar hasta que regrese lo que tenga que regresar. Así que, por fin, a finales del año pasado apareció la tarjeta donde tenía guardadas las fotos. Pero como me gusta vivir al límite, en vez de vaciarla inmediatamente, la metí inmediatamente en la cámara y la seguí llenando con nuevas fotos de estas vacaciones hasta dejarla a rebosar. Y es que en vez de viajar yo a casa, estas Navidades mi casa viajó a mí y, no contentos con ello, nos quedamos en Tübingen apenas lo suficiente para dar un paseo por la zona antigua. 

Sin título

Empezamos cruzando la frontera hasta Zurich, cuya arquitectura me dio la impresión de haberme transportado unos siglos hacia adelante, hasta un tiempo con una inflación galopante. Aprovechando al máximo el tiempo en Suiza, no regresamos a Tübingen hasta la noche. Después, para variar, decidimos quedarnos por la zona y fuimos hasta el Burg Hohenzollern, el castillo que cuida de Hechingen, uno de los pueblos con más encanto de la zona.  El día siguiente se lo dedicamos a Stuttgart y a la preparación de una desastrosa cena de Navidad que terminó con la mitad de la plantilla en el banquillo de puro agotamiento. Aún así, al levantarnos fuimos hasta Múnich (München para los alemanes), donde visitamos el campo de concentración de Dachau y los lugares más importantes de la ciudad -que no son pocos. Finalmente, pasamos nuestra última noche -y la mañana del día siguiente, antes de coger el avión- en Mainz, a orillas del Ring (Rhein).

Cuando el día 27 me senté en el avión con destino a Santiago todo parecía un sueño. Apenas había despertado después de aprovechar y salir un poco de fiesta en Fin de Año, cuando el día 3 de enero estaba otra vez en Alemania, tomando de nuevo aliento antes de pronunciar palabras quilométricas y apurando los últimos "frohe Weinachten". Las últimas horas de vacaciones se me escaparon entre deshacer maletas, poner la música a tope y bailar en medio de la cocina antes de que regresaran mis compañeros de piso y pensar en todas las cosas que tenía que hacer -que no haciéndolas; ay costumbres que están demasiado arraigadas como para siquiera ser consciente de ellas, cuanto más para cambiarlas.

Así fue como la vuelta a clases me pilló con los pies congelándose en Tübingen, la cabeza bailando  en Santiago y el ánimo un poco "irritable" al descubrir que entre maleta y maleta la tarjeta de la cámara había vuelto a desaparecer. El remedio: una buena taza de té caliente, una buena estampa invernal -como la de la foto, justo desde la puerta de mi casa- y una canción tranquila para apaciguar los ánimos. Como afortunadamente mis historias suelen tener finales felices, encontré las fotos hace unos días entre los pliegues del forro de un bolso -y es que deberían ponerse de acuerdo los fabricantes: o se hacen forros blancos o tarjetas de memoria verdes chillón, pero ambas cosas negras no hace más que confundir.

(Laura Izibor - Mmm...)

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