El semestre de verano por fin ha empezado. Después de unas vacaciones de casi dos meses Tübingen ya no parece una ciudad fantasma los fines de semana, las carpetas empiezan a abultarse con pilas de fotocopias y los autobuses por la mañana vuelven a ir llenos como latas de sardinas. Al igual que a nosotros, que nos cuesta levantarnos con el despertador de nuevo, parece que la primavera se retrasa. Cada semana tenemos un miércoles y jueves de verano, pero luego vuelven a caer las temperaturas y regresa la lluvia. Solo hay una costumbre que no hemos perdido: la de dejar los trabajos y los exámenes para el último momento. Por eso el pasado fin de semana, a pesar del mal tiempo, decidimos visitar Freiburg, una de las ciudades cerca de Tübingen que todavía seguía en nuestra lista de tareas pendientes.
Freiburg es una ciudad universitaria, como Tübingen, aunque tiene aproximadamente el doble de habitantes. Está situada a las puertas de la Selva Negra (Schwarzwald) y es la última parada al sur de Alemania antes de cruzar la frontera con Suiza. Es famosa por su política ecológica; al parecer producen mucha energía solar porque es una región soleada -aunque yo no tuve la ocasión de comprobarlo por mí misma. De hecho, la oficina de turismo ofrece un plano para que los turistas hagan un “recorrido ecológico” por la ciudad -que se puede consultar en la sección de ecología de la página del Ayuntamiento.
En cambio, como yo soy una abuela prematura e iba acompañada de una estudiante de historia, nos dedicamos al turismo tradicional. Desde la estación de autobuses nos dirigimos hacia la zona antigua atravesando una zona del campus universitario a lo largo de la facultad de Filosofía e Historia. La ciudad conserva aún las tres puertas de la muralla antigua. Atravesando la Schwabentor (podría traducirse como la “Puerta de los Suabos”) caminamos por calles adoquinadas con canales a los bordes, llamados Bächle, por los que discurre el río Sarine. Tras pasar al lado de los edificios de los Ayuntamientos, el nuevo y el viejo, respectivamente, y de tardar media hora en averiguar cual era cual, llegamos a la plaza de la Catedral, un impresionante edificio gótico con un campanario de 116 metros de altura. De hecho, cuando un poco más tarde subimos la “colina de la ciudad” para visitar el “castillo de la ciudad” el torreón acapara toda la panorámica -aunque creo que nos confundimos escalando la ladera equivocada del Everest, porque en vez de castillo encontramos un restaurante donde nos tomamos una tarta de queso digna de un rey.
Como seguía lloviendo, decidimos dedicar el resto de la tarde a visitar el museo de la ciudad y el museo de la facultad de arqueología, ambos tremendamente ilustrativos, instructivos, pedagógicos, didácticos y educativos. Además, el museo de arqueología era especialmente antiguo. Puede que hubiera más alternativas pero, con la lluvia que nos embotaba los sentidos, no se nos ocurrió otra cosa mejor y, además, tenían tarifa de estudiante -y ya se sabe que eso para nosotros es como para miel para las abejas. Después, como paró de llover, decidimos llevar la diversión un paso más allá y caminamos a través del parque de la ciudad hasta el cementerio. Aunque suena un poco macabro, me resultó muy curioso pasear por el medio de cruces de mármol, lápidas torcidas y estatuas de ángeles con la nariz rota. Me encontraba en una película de suspense.
Finalmente, decidimos regresar a la estación de autobuses y esperar la hora y media que quedaba sentadas en un Starbucks, que es como la miel de las abejas para las estudiantes de historia intelectuales y las abuelas prematuras hasta el moño de pasearse bajo la lluvia.
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