Au revoir Montreal


Ha llegado el momento de despedirse de Montreal. Todavía no he decido si es por suerte o por desgracia, así que os dejo con una canción un poco triste que habla de una historia que termina, porque mis padres ya están lo suficiente contentos de que vuelva a casa y hace falta la nota melancólica para no faltar al cliché. Esta mañana tenía tres horas descolgadas antes de ir al aeropuerto en las que no me quedaba nada por hacer, así que decidí darme un último paseo por el centro. Mientras caminaba, me iba dando cuenta de todas las cosas que me gustan y que no me gustan de esta ciudad, las que echaré de menos y las que no.  Voy a echar de menos...

... Mucho: las baldosas lisas, sin dibujos, porque por estas aceras lisas que tienen en Montreal es mucho más fácil andar con tacones.

... Mucho: la gente que canta por la calle. Incluso cuando tienes un mal día, te hace mucha gracia ver a la gente tan metida en sus pensamientos que ni siquiera se oye a sí misma berrear en medio del tráfico.

... Poco: el viento en los túneles del metro. No sé como es posible, pero el viento artificial que se forma en el metro siempre es agobiante después del aire acondicionado de los centros comerciales.

... Mucho: el partido de croquet que los indios juegan todos los días alrededor de las 17:00 en el patio de un instituto. Siempre los veía jugar a través de la valla y aminoraba el ritmo a propósito, porque como no sé nada de croquet, para mí es un misterio eso de que se pasen unos a otros la pelota, la golpeen con un palo, echen a correr... Es una especie de baseball, supongo.

... Mucho: estar en la cola del supermercado con un chico delante que habla árabe por teléfono, una chica detrás que habla chino con su amiga, el cajero que te habla en francés y tú que respondes en spanglish. Hay tantas culturas diferentes juntas en Montreal que no te sientes demasiado extranjero.

... Mucho: las ardillas en los árboles al lado de la residencia, tan acostumbradas a la gente que ni siquiera escapan.

... Poco: el mapache que me encontré revolviendo en la basura una noche que volvía tarde a la residencia.

... Poco: el peligro de ser atropellada no solo por los coches, sino también por las bicicletas que, cuesta abajo, alcanzan velocidades vertiginosas -de hecho, a veces ponen multas a los ciclistas por exceso de velocidad.

... Ni mucho ni poco: sentir que tu estómago empieza a pedir la cena, mirar el reloj y ver que son las 18:30.

... Mucho: los camareros en los restaurantes, que vienen un poco después de servirte, te rellenan el vaso de agua y te preguntan si todo está bien y si te gusta la comida.

... Poco: los camareros que te preguntan inocentemente cuánto quieres de cambio y los que, cuando eres cutre con la propina, te miran con mala cara y susurran entre dientes que "la propina suele ser el 15%".

... Mucho: la gente que se pone pacíficamente en la cola del bus, sin que ni siquiera las señoras mayores se cuelen, al contrario que en cierto sitio que no voy a mencionar -porque los habitantes de Santiago se sentirían aludidos- en que las señoras mayores, y no tan mayores, le echan mucho morro cuando se trata de esperar al bus los días lluviosos.

... Mucho: la wifi gratis en todas partes: cafeterías, tiendas, calles, centros comerciales... Incluso los autobuses, tanto urbanos como interurbanos.

... Poco: la wifi del centro comercial Alexis Nihon, que no me deja entrar en mi propio blog porque dice que es una página web ilegal...

... Mucho: la señal al lado de mi residencia, que pide silencio por ser una zona residencial.

... Mucho: el sistema de reciclaje. Todo lo que se pueda reciclar se echa en un cubo y, lo que no, en otro. Luego ya se encargan de separarlo -así no te tienes que romper la cabeza con quince cubos diferentes en la cocina, pensando en si tienes que tirar algo al contenedor azul o amarillo.

... Mucho: los tíos buenos que salen del gimnasio que hay al lado de mi residencia sin camiseta. Y poco: los que lo hacen, pero deberían pasar más horas en el gimnasio antes.

... Mucho: la poutine y las queue de castor. Y  poco: la sensación después de comer una poutine o unas queue de castor.

... Poco: las guías de los museos y casi cualquier otro sitio cerrado o con mucha gente, porque lo primero que hacen es indicarte donde están las salidas de emergencia.

... Mucho: las barras verticales blancas, rojas y azules girando en las puertas de las barberías y peluquerías.

... Mucho: poder ir de excursión al monte, en pleno centro de la ciudad.

... Mucho: las torres que, si no lo son, poco les falta para llegar a rascacielos.

... Mucho: el efecto Phineas & Ferb. ¡Siempre hay algo que hacer en Montreal!

... Mucho: el ice capuchino del Tim Hortons.

... Mucho: la limonada del Tim Hortons.

... Mucho: los bagels de sésamo del Tim Hortons.

... Muchísimo -ya se nota-: el Tim Hortons.

... Poco: las farmacias que también venden paraguas -el Pharmprix- y los todo a cien que también venden patatas fritas, zumos y comida en conserva -el Dollarama. No hay ninguna razón en especial, pero me generan desconfianza.

... Mucho: la gente, que es casi siempre muy amable.

... Mucho: los rollos de masa que se compran en el súper, se cortan en rodajas, se meten en el horno y se convierten en cookies. Yo no los probé, porque una chica de la residencia hacía unas pocas todas las tardes y olían tan bien que me daba miedo engancharme yo también.

... Mucho: la tarta de zanahoria que se queda en Montreal, mientras que yo me traigo un par -o tres- kilos de más, y no precisamente en el equipaje.

... Mucho: los monjes budistas -al menos, son hombres calvos vestidos como fueran monjes budistas- que cenan en el McDonald's; te hace pensar que si hasta ellos pueden, no pasa nada si un día caes en la tentación de una McBistro -pan "artesano", pollo a la plancha sin rebozar, champiñones y queso fetta, junto con la sensación de hacer algo que no deberías... Cualquiera diría que si me pongo así por una hamburguesa, mejor no pensar en como estaría si atracara un banco.

... Mucho: pasear de noche en pantalón y manga corta.

... Poco: las zapaterías y otras tiendas. Es muy difícil resistirse a la tentación de comprar ropa hasta que la tarjeta de crédito pida papas.

... Mucho: la Rue Ste. Catherine, el boulevard de Maisonneuve y Avenue de McGill.

... Poco: cuando dices que eres española y te responden "¡Paela! ¡Tortila!" y luego se ríen como si fuera lo más gracioso del planeta.

... Mucho: esas calles tan largas que tienen su propia línea de autobús o metro -la 144 para Avenue des Pins, la verde para Rue Ste Catherine...

... Poco: cuando alguien no saca la basura en el momento y/o lugar apropiado. Simplemente la dejan ahí hasta que es el día de la recogida y le ponen una pegatina a las bolsas "echando la bronca" al dueño.

... Mucho: J walking. Me hace mucha gracia que tengan una palabra especialmente para decir "cruzar cuando está prohibido", pero aquí es tan común que supongo que la necesitan. No sé en que momento se les pasó por la cabeza que cruzar una calle de cuatro carriles cuando está prohibido puede ser medianamente normal, pero al final todo es cuestión de costumbre.

... Algunas veces mucho y otras poco: calcular los metros -o quilómetros- que quedan para llegar según el número de las casas, que indican la distancia en metros hasta el principio de la calle. Esto algunas veces anima y otras desmoraliza.


Así que con este sabor agridulce que dejan los hasta pronto -no digo adiós, porque estoy segura de que volveré en algún momento-, os dejo una foto que se me venía ayer a la mente cuando anoche caminaba de vuelta a casa para hacer la maleta, porque cuando la saqué me pareció que el sol se estaba despidiendo de la ciudad.







El efecto Phineas & Ferb

Cuando estuve en casa de Susan el primer fin de semana que pasé en Canada, sus hermanos pequeños preguntaron durante el desayuno que iban a hacer ese día. Empezaron a hablar de alternativas: ir de excursión, al cine, etc. Al final, decidieron ir al museo. A mí me pareció un poco raro, pero tampoco le di mucha importancia. Ahora sé que la mayoría de la gente aquí padece este mismo síndrome, que yo llamo el "efecto Phineas & Ferb". Es inconcebible pasar el sábado o el domingo por la tarde en casa; hay que buscar algo que hacer, como sea. Aquí tenéis un vídeo para amenizar la entrada y, de paso, conocer a estos dos personajes, si es que no os suenan:



Así que, para despedirme de la ciudad, hice una de las pocas cosas que aún no había probado pero que también es muy típico aquí: alquilé una bicicleta. En Montreal hay carril bici en muchas calles. Además, es una ciudad muy plana, así que se usa mucho la bici. Hay quien tiene la suya propia, pero mucha gente también las utiliza de alquiler. Existe un servicio, llamado bixi, que te permite empezar en un sitio y terminar en otro distinto. Funciona como un autoservicio: llegas, metes la tarjeta de crédito, retiras tu bici y luego la vuelves a colocar en la "estación" que quieras. La primera media hora es gratis, pero luego, a medida que se van sumando las medias horas, el precio va subiendo. Por eso, este servicio está muy bien para cortas distancias. Sin embargo, si tenemos pensado dar una vuelta más larga, existen numerosas tiendas donde se pueden alquilar bicicletas por media jornada, una jornada, 24 h, 72 h, etc. Existen muchas y los precios son prácticamente iguales, así que, a la hora de elegir, lo mejor es guiarse por la ubicación, para que sea lo más cómodo posible recogerla y entregarla más tarde. 

Yo hoy cogí el metro, fui hasta el mercado Atwater que, sorprendentemente, creo que es bastante parecido al de Santiago, y alquilé allí mismo una bicicleta. Dándole a los pedales en mi mega-chachi aparato de paseo, con lucecitas para señalar mi posición y el manillar alto para poder ir sentada y no tener que inclinarme, recorrí el parque que discurre paralelo al canal Lachine. Esta zona fue, originalmente, la piedra angular del comercio de pieles de la ciudad y, más tarde, aquí se asentó la zona industrial de la ciudad. Como tal, no es que sea el lugar más turístico ni más bonito de Montreal, pero el paseo es agradable. Si se continúa hasta el final del circuito se dejan atrás las naves y aparece una zona residencial de casas bajas, aceras anchas y jardines cuidados delante de la puerta. Parece un buen sitio para vivir. 

Había mucha gente que iba allí de paseo, ya sea caminando, en bici o patinando. Otros meditaban en la hierba, jugaban con sus perros, alquilaban canoas... Incluso vi una fiesta en un barco y una hamaca entre dos árboles que, si llego a saber que existía unos días antes, hubiera visitado más de una vez para una buena siesta.

En total, según la guía son 14 km. Al terminar no me sentí como su hubiera recorrido 28 km, así que, o bien hice algo mal, o bien la caminata de ayer por el Mont Royal me puso milagrosamente en forma, o bien los 14 km incluyen la ida y la vuelta.

Mont Royal

Este sábado Emily ya cogía el avión de vuelta a casa, así que el viernes fuimos a celebrarlo. Después de un buen pedazo de tarta, a la altura de la situación -ya era demasiado tarde, pero decidimos que si volvíamos a Montreal haríamos un tour para probar todas las tartas de la ciudad- bailamos hasta tarde. Por lo tanto, es de entender que a la mañana siguiente me levantara con calma, pasara directamente del desayuno a la comida y me dedicara básicamente a caminar media zombi hacia la calle en la que tengo internet y perdiera el tiempo un poco. 

Sin embargo, por la tarde, una vez que recuperé las fuerzas, agarré la cámara de fotos, la gorra y la mochila y fui a dar un paseo por Mont Royal. Cuando te encuentras en pleno centro, sobre todo en la ancha avenida McGill, y miras hacia arriba, ves que los altos edificios se interrumpen de repente a los pies de una gran montaña a la que parece que le han cortado la cumbre. Cuando miro hacia Mont Royal, me parece más bien una meseta que una montaña, aunque con una altura que no es nada desdeñable, porque después de subir y bajar, además de echar en falta un buen calzado deportivo, necesité una cena contundente y unas cuantas horas de sueño para sentir que mis piernas podían sostenerme de nuevo sin riesgo de caer al suelo.  

En las faldas de Mont Royal se extiende un parque diseñado por Frederik Law Olmsted, el arquitecto de exteriores que también diseñó el Central Park de Nueva York. Este parque, inaugurado en 1876, es un sitio muy popular entre los ciudadanos de Montreal. Mucha gente viene a hacer deporte o a pasar el rato y, al lado de Avenue du Parc los domingos hay conciertos de tam-tam. En el laboratorio había dos aficionados al esquí de fondo que, en invierno, cogían unos esquís y venían de excursión. Si uno se aleja de los caminos preparados y se decide a subir a la cima, se encuentra con que es una zona escarpada. Algunas zonas no son accesibles porque están reservadas como espacio protegido para ciertas especies de pájaros. 

El chalet Mont Royal es un impresionante edificio que por dentro está casi vacío, de forma que se pueden observar los murales de las altas paredes que relatan la historia de Montreal. Desde la terraza se observa una impresionante vista de la ciudad con las torres, el río y las islas. 

En lo alto del monte se puede apreciar, si estás lo suficientemente lejos, una cruz construida a principios del s. XX que conmemora el día 6 de enero de 1643, cuando el señor de Maisonneuve -el fundador de Montreal-, cumplió su promesa de llevar una cruz de madera hasta lo alto de la montaña si la ciudad sobrevivía a una inundación. 

Hacia la ladera norte se encuentran los cementerios de Mount Royal y de Notre-Dame-des-Neiges. El primero es el más antiguo -de hecho, uno de los más antiguos de Norteamérica. El segundo es el más actual. Según mi guía, en estos cementerios se pueden ver más de 145 especies de pájaros, así como árboles centenarios. Tampoco pude el oratorio de St. Joseph, que destaca por su gran cúpula -solo la de la basílica de San Pedro, en Roma, es más alta que ella. Por las fotos que vi, hubiera sido interesante acercarse hasta allí, pero creo que quedará para el siguiente viaje a Canada. 

De vuelta a la civilización, solo me quedaron energías para comer y dormir. Un consejo por si alguien se decide a darse una vuelta por allí: se disfruta muchísimo más con calzado deportivo, ropa fresca y agua. Yo llevaba un botellín que enseguida se calentó -como envidio en esos momentos las cantimploras que todo el mundo tiene por aquí- y unas chanclas como las de la playa. Para subir no hubo ningún problema, pero bajar se me hizo cuesta arriba. 

Comer en Quebec


Esta semana es un poco extraña; después de casi un mes aquí, tengo que pensar en empezar a despedirme de la gente, devolver tarjetas de identificación y llaves, recoger fianzas y no comprar comida que no me vaya a dar tiempo de terminar. Así que, al final, tocará comer en restaurantes. Sin embargo, esto nunca está de más: en algún momento hay que conocer la gastronomía de la zona.

Para empezar bien el día hay que tomar un buen desayuno. Ya sabéis que lo del brunch aquí se lleva mucho; si os acordáis, el sábado pasado Emily y yo probamos el Eggspectations y estuvo genial. Sin embargo, durante la semana es mejor empezar con un café y un bollo. El rey de la bollería en Montreal –y supongo que también en todo Quebec- es el bagel. Vale para todo: desayuno, comida y merienda. Hoy en el laboratorio los probé con queso crema y salmón ahumado y han entrado en el top ten de mi lista de comidas. A mí me gustan los que llevan semillas de sésamo; son ligeros pero con una chispa. Dicen que en FairmountBagel hacen los mejores bagels de todo Montreal. Como yo no he probado los bagels de todo Montreal no puedo confirmarlo, pero sí que están buenos.  

En el laboratorio bastante pronto, así que puedo cenar temprano y tomar algo ligero más adelante. Pero a veces también está la opción de tomar una suculenta merienda, como ocurrió la semana pasada. Como no era ni tarde ni temprano, Emiliy y yo fuimos a dar una vuelta y, de paso, nos dirijimos a la Rue de la Commune, que discurre paralela al puerto. Allí comimos una “cola de castor” –Beaver Tail o Queue de Castor, según con quien hables- con sirope de arce, en un sitio que podría definirse como el McDonald’s de las beaver tails y que, de hecho se llama exactamente así: Beaver Tails pastry. Se trata de una masa parecida a las de las orejas de carnaval, que se fríe y queda con una forma que recuerda a las colas de castor, de ahí el nombre. El sirope de arce es bastante dulce y, como en estos sitios tampoco sirven el de mejor calidad, resultó más bien empalagoso. De toda formas, había que probarlo y, de hecho, el jueves también nos encontramos en una situación parecida y fuimos a por otra, pero esta vez con helado y migas de oreo por encima; esta vez también terminamos sudando azúcar, pero estaba espectacular.



Pero si hemos tenido un día duro y queremos recuperar fuerzas con una cena en condiciones, con platos y cubiertos, nos vamos de restaurante. Montreal tiene tantas variedades de restaurantes como de culturas, por lo que podemos elegir entre restaurantes chinos, mexicanos, tibetanos, vegetarianos, indios, etc. Pero es imprescindible probar el plato típico de Quebec: la poutine. Esta consiste en patatas fritas acompañadas de salsas, quesos, verduras, carne, etc. Si se compra una poutine para llevar en cualquier sitio, hay que tener cuidado si no quieres terminar empachado, porque es una comida bastante pesada. A mí me gustó Poutine Ville, un restaurante en el que puedes elegir la poutine a tu gusto: decides que salsas, quesos y demás acompañantes quieres para las patatas.

Y después de esta cena, un paseo para hacer la digestión, una copa en cualquier bar –en Montreal hay un montón de buenos sitios donde tomar algo por la noche- y nada más, porque hay que hacer sitio para el bagel de mañana. 

La basílica Notre Dame

Esta semana, nada de excursiones alocadas. Es hora de sentar la cabeza, así que me propuse aprender un poco de historia. 

No es que esté loca o que me haya olvidado de tomar la pastilla, es que el martes, al salir del laboratorio fui a ver el espectáculo de luz y sonido que hay en la Basílica Notre-Dame de Montreal, que narra la historia del nacimiento de la ciudad de Montreal y de la construcción de la Basílica. A los lados de la nave principal cuelgan telas blancas y se proyectan diferentes vídeos, al tiempo que la voz del espíritu de James O'Donnell, el arquitecto, cuenta cómo la ciudad pasó de Ville-Marie a Montreal y como la pequeña capilla de madera que se construyó en 1672 pasó a ser la Basílica de Notre-Dame. La verdad es que no es una historia muy interesante; en resumen, se fundó Ville Marie cuando llegaron los primeros franceses y construyeron la capilla. Después, la aldea fue creciendo poco a poco hasta convertirse en ciudad, de forma que la capilla fue sustituida, respondiendo al incremento de habitantes, por otra más grande anexa al hospital y, finalmente, se decidió construir Notre-Dame. No hay giros ni aventuras, más allá de las dificultades que se encontraron los colonos para sobrevivir en los duros inviernos y un roce que hubo con los indios al principio, aunque no debió de ser muy importante. Después de aprender un poco de historia, tuvimos unos minutos para observar con nuestros propios ojos los complicados adornos en madera y las vidrieras, que representan la historia que acabábamos de escuchar.  


Cuando terminamos, volví rápidamente a casa para volver a estudiar, pero esta vez algo más importante; al día siguiente haría una presentación sobre el proyecto en el que estuve trabajando estas semanas -que al final fue bien, por si os interesa saber el final de mi propia historia particular. 


Cataratas Montmorency

Ya se sabe que el desayuno es la comida más importante del día y, como os conté el fin de semana pasado, aquí se lo toman en serio y desayunan tanto que luego no les hace falta comer. Así que siguiendo el ejemplo local, el domingo nos despertamos y fuimos a tomar un brunch en un sitio muy agradable que quedaba justo enfrente del albergue. Después de un huevo con espinacas y crema holandesa, tostadas con mantequilla y mermelada, un zumito de naranja recién exprimido y un poco de fruta, nos levantamos a regañadientes de la mesa y abandonamos la terraza en la que disfrutamos de este suculento banquete. 

A tan solo cinco minutos a pie quedaba la parada del autobús que nos llevaría a nuestra siguiente -y última- excursión en Quebec city: las cataratas MontmorencySe tarda aproximadamente 40 minutos en llegar desde el centro de la ciudad en el bus urbano. Aunque no son tan conocidas, son 30 m. más altas que las catacataratas de Niágara, con un total de 83 m. de altura.  Existen escaleras para subir y bajar semejantes alturas pero también hay un funicular para subir. 

Cuando bajas del autobús, te encuentras en una calle residencial, con casas familiares a los lados y una gasolinera enfrente. Existe un camino de tierra que se entierra entre los árboles y, recorriéndolo, se escucha un río a la izquierda, aunque no se puede ver nada porque la vegetación es muy espesa. De repente, te encuentras al lado de un puente, los árboles desaparecen y delante de ti solo está el gran Río Montmorency que cae formando una pesada cortina de agua. Es impactante porque, sin esperarlo, el sonido del río se convierte en un fuerte estruendo. Cruzando el puente, se llega a un parque y, nuevamente, cuando el camino hace un giro, de pronto dejas de escuchar las cataratas y te encuentras en un pacífico silencio. Bajamos por las escaleras y luego volvimos a subir. Es impresionante como la propia caída del agua genera un viento que amenaza con llevarte volando si no te agarras bien a la barandilla. 




Aunque hacía un día estupendo para dar un paseo, y algo así es digno de ver en cualquier circunstancia, también en invierno habría sido una bonita excursión ya que, con el frío, el vapor de agua que se levanta se queda congelado. Así, se forma el llamado "pan de azúcar", una especie de montaña de hielo al pie de estas cataratas. Aquí era donde las señoritingas de la alta sociedad, en tiempos de los primeros colonos, venían a tomar el té; hoy en día es un sitio popular para hacer escalada. 

Al final, regresamos al centro y fuimos al albergue a buscar nuestras mochilas. Nos habíamos quedado a dormir en el Albuergue Internacional de Quebec. Es un sitio bueno -para unas pocas noches- y barato. Creo que tiene varios tipos de habitaciones, pero nosotros cogimos la más económica, así que dormimos en unas literas junto con otras 10 personas. De todas formas, como los espacios son muy amplios, no te sientes como en una lata de sardinas. Los baños están limpios y cuidados y son modernos. Además del comedor, también tienen una cocina que cualquier persona que duerma en el albergue puede utilizar. Tiene wifi gratis en las habitaciones y una sala de ordenadores. Además, queda céntrico, cerca de las murallas y del parlamento, pero dentro de la zona antigua. Como no necesitamos reponer fuerzas después del ascenso por las interminables escaleras de las cataratas, porque ya habíamos cargado las pilas anteriormente, fuimos a la estación de autobuses y volvimos a "casa". 

Quebec city



El sábado me levanté temprano para estar en la estación de autobús a las 06:55 de la mañana aunque, con la perspectiva de una excursión a Quebec city, no me costó nada levantarme en cuanto sonó el despertador. Hay autobuses cada hora entre Montreal y Quebec: los de ida salen a las en punto, empezando a las 06:00 de la mañana, y los de vuelta a las y media, empezando también a la misma hora, aproximadamente. Como se trataba de madrugar, no de ir sin dormir, decidimos coger el segundo autobús, que salía de Montreal a las 07:00 de la mañana.

Una vez en Quebec, desde la Gare du Palais nos dirigimos el albergue para dejar las mochilas, y ya de camino fuimos haciéndonos una idea de como es la ciudad. La parte histórica se encuentra en una colina, de forma que las calles son casi todas en cuesta. Además, es cierto lo que todo el mundo dice: Quebec es la ciudad más europea de Canada.

Por la mañana nos dedicamos a recorrer la parte antigua de la ciudad, que se encuentra dentro de los límites de la antigua muralla, de 4,6 km de largo -Quebec es la única ciudad que queda fortificada al norte de Mexico. Comimos en el mercado que hay cerca del puerto y, de postre, aproveché y me compré un vasito con arándanos. Es una maravilla ir por ahí y, cuando tienes hambre, comprar unos pocos arándanos o frambuesas; aquí son tan abundantes como las palomitas en los cines. Existe un paseo a lo largo del mar, que comienza al lado del Château Frontenac y discurre al lado de la Citadelle, desde el que se puede ver la otra orilla del río St. Lawrence.




El Château Frontenac es un lujoso hotel construido a finales del s. XIX. En sus fachadas se suceden torres de diferentes alturas y tamaños, rodeando una altísima torre central que fue añadida con posterioridad, dando la impresión, en conjunto, de estar ante un castillo de las película. En los sótanos del hotel, a los que incluso los turistas que no se alojan aquí pueden acceder, se encuentran tiendas de souvenirs, ropa y un Starbucks; estas galerías son dignas de ver, con su iluminación tenue, las paredes en mármol y las puertas y escaparates enmarcados en madera pintada de verde.

La Citadelle, a donde fuimos por la tarde, es una fortificación construida intramuros, en la parte este del Viejo Quebec. Tres datos curiosos sobre ella: tiene forma de estrella, tardaron más de 30 años en construirla y –atención, este es mi preferido- se le conoce como el Gibraltar de América. En condiciones normales hay que pagar por ver la Citadelle por dentro. Se puede visitar cono un guía la residencia del Gobernador, que está repleta de obras de arte canadienses y muebles de la época y se centra más en mostrar el papel que este personaje tenía en la Canadá de hace unos siglos. Si no, existe la opción de visitar, también con un guía, la estructura de la Citadelle, con explicaciones orientadas más bien a la historia militar de la ciudad. La verdad es que yo tenía la intención de visitar la residencia del Gobernador, pero al entrar nos dijeron que había una representación de baile contemporáneo, inspirada en “lo militar”, que comenzaba en el interior de la Citadelle y luego se trasladaba a la zona del Parlamento. Como soy estudiante, todavía tengo todo el derecho del mundo a ir por el mundo en plan mochilero -o cutre, según se mire-, con lo mínimo, así que, con el pretexto de la representación de baile, pudimos entrar en la Citadelle y verla por dentro totalmente gratis. No pude entrar en los edificios donde se encuentran las exposiciones, etc. pero me conformo. A Emily le gustó mucho el baile, a mí no me dijo nada; supongo que tengo la misma sensibilidad para el arte contemporáneo que un bloque de cemento enterrado bajo una gruesa capa de hormigón armado. Así que, después de contemplar un poco el espectáculo, me dediqué más bien a observar los edificios, los jardines, las vistas…

Después de media hora, los bailarines se pusieron en fila y, desfilando con grandes banderones azul turquesa, salieron de la Citadelle y se dirigieron a Parlament hill, es decir, la colina del Parlamento que, aunque es un edificio muy bonito, no pudimos verlo en todo su esplendor porque estaba en obras. Allí, enfrente de la impresionante fuente Tourny Fountain, terminó la actuación. La verdad es que, con los 30 ⁰C que hacía, el sol cayendo a plomo y los trajes de manga larga y gruesas botas que llevaban los bailarines, bien se merecían un buen aplauso, aunque solo fuera por el esfuerzo. Pero había llegado el momento de continuar por nuestra cuenta, así que nos dimos una vuelta por la zona. Había muchísima gente, porque justamente este sábado Roger Waters, "el ex maestro del grupo Pink Floyd", que se despedía de los escenarios con un concierto en el centro de Quebec. Rodeamos la multitud y nos encontramos justo al lado del parque de la Francophonie, en la calle Grande Allée. En ella, después de la zona de los edificios altos de oficinas, se encuentran unas casas victorianas que justifican el que, en su tiempo, fuera la calle más chic de la ciudad. Bajamos hasta el Gran Teatro de Quebec –un edificio bastante feo, de cemento gris y ángulos afilados-, al lado de cual se encuentra el parque de l’Amerique Française, en honor a todos los francófonos que residen en América del Norte. Llegados a este punto, tengo que aclarar, para los que no lo sepan, que Quebec es el bastión del francés en Canada. Seguimos caminando y pasamos al lado del Edificio Marie-Guyart, la sede del ministerio de Educación en el que se encuentra, en su planta 31, un observatorio desde el que se puede ver la ciudad completa. La verdad es que no subimos porque es un poco caro y, desde les Plains d’Abraham, se pueden observar también unas vistas magníficas de la ciudad.



Les Plains d’Abraham (Battlefields Park) es un parque situado en donde, a medidados del s. XVIII, tuvieron lugar los enfrentamientos entre ingleses y franceses. Se puede visitar caminando, en bus y, en invierno, haciendo esquí de fondo. Es uno de los parques urbanos más grandes del mundo –tiene 103 hectáreas-y se extiende sobre una loma desde la cual se pueden ver las modernas torres, las buhardillas de los antiguos edificios Quebecois, la Citadelle, el río St. Lawrence… Hay un montón de actividades, especialmente en invierno –incluso snowshoeing que, según entendí, consiste en caminar con raquetas de nieve en los pies siguiendo a un guía.

A continuación, exhaustas, regresamos al albergue para ducharnos y, sin perder un minuto, cenar e ir a un espectáculo gratuito que ofrece el Circo del Sol cada sábado. Nos encontramos con un problema técnico, y es que no sabíamos exactamente a dónde teníamos que ir para verlo. Sin embargo, fue fácil distinguir a una hilera de gente que se dirigía toda al mismo sitio. Así que, ya que por la mañana habíamos caminado detrás de un grupo de gente con banderas azules, nos unimos dócilmente a este rebaño de ovejas. El sitio estaba a rebosar, y no era para menos, porque el Circo fue realmente increíble. Yo ya había visto el Circo del Sol cuando habían venido a Santiago hace un par de años y, aunque fue la mitad de tiempo que entonces, las actuaciones no fueron menos impresionantes: trampolines, aros, acrobacias en el aire, en el suelo… Incluso hubo un número con bicicletas y cuerdas de saltar. La verdad es que no existen palabras para describirlo; hay que ir y verlo. Los colores chillones propios del circo tradicional, música en directo con guitarras eléctricas le daban el toque actual, acrobacias imposibles que desafiaban la ley de la gravedad, baile, risas… Una cucharadita de blanco y otra de negro, una pizca de purpurina, un buen puñado de colores, un abundante chorro de rock, un toque de salsa –de la que se baila, no de la que se come- y, como le gustaba a James Bond, agitado pero no revuelto, sale un Cirque du Soleil Martini.

El menú de hoy nos había dejado agotadas: un madrugón de entrante, una caminata como plato fuerte y, de postre, hora y media de pie sin moverme. La guinda del pastel fue encontrar a Wally tocando la guitarra en la calle, solo que se había olvidado las gafas, el bastón y demás trastos en casa. Aunque, si tuviera que ponerle una pega al día de hoy, diría que había demasiada gente –a veces era imposible sacar fotos-, muchas obras y que, a causa del concierto, por todas partes se veían vayas y gradas que afeaban un poco el ambiente vintage y un tanto bohemio de la ciudad.


Viernes de vértigo



Si hay algo que caracteriza Montreal y, en general Canada, son las sorpresas. Cuando sales por la puerta, pensando que vas a tener un interesante fin de semana de excursión en Quebec, te topas con alguna actividad o espectáculo con el que en un principio no contabas, pero que bien merece ser incluido en el plan.




El viernes, sin ir más lejos, Emily y yo fuimos a dar una vuelta por el Quartier des Spectacles, básicamente porque siempre hay algo que ver allí por la noche. Nos encontramos con que, además de conciertos, gigantes, globos enormes con forma de persona, iluminaciones en los edificios y muchos puestos de artistas y comida, había una plataforma que subía gracias a una grúa, se quedaba unos minutos a una distancia considerable del suelo y luego bajaba a tierra firme. Nos acercamos, y resulta que, en condiciones normales, es una mesa para tomar un tentempié en las alturas pero, con ocasión del festival, podías subir gratis. En teoría había que participar en un concurso mandando un mensaje de texto, pero como teníamos móviles extranjeros y no iba a funcionar, pusimos cara de pena y nos dejaron subir cuando vieron que había sitios libres. Ascendimos a 100 pies, lo que en Europa vienen a ser 30 metros y medio. Una altura considerable para observar la magnífica de vista de Montreal iluminado por la noche, el Quartier des Spectacles vestido de colores y tomarse unas palomitas a cuenta de la organización. Íbamos sentados en sillones muy cómodos, bien sujetos con cinturones por todas partes, para poder rotar y ver lo que quisiéramos en todas direcciones.

Menos mal que antes nos habíamos tomado unas generosas copas en un restaurante mexicano muy popular que hay en el Quartier Latin. Habíamos intentado ir allí más de una vez, pero siempre había colas quilométricas. Así que, en esta ocasión, fuimos pronto y armadas de paciencia, aunque al final no hizo falta porque, como deberíamos haber previsto por la Ley de Murphy, pudimos entrar y sentarnos sin tener que esperar. El mojito que tomé yo estaba muy bueno, pero lo realmente espectacular es la copa en la que trajeron el Margarita para Emily. Si hubiéramos ido con sed, podríamos haber tomado una copa doble, pero somos unas señoritas y con el tamaño pequeño nos basta.

Después de esta experiencia, no apta para personas con vértigo y/o vestidas con tacones –en la plataforma, a mi lado, había una chica que se pasó todo el viaje sujetando sus brillantes zapatos para que no se le cayeran; al menos no debió de tener vértigo, ya estaba acostumbrada a las alturas-, nos fuimos a casa para acostarnos temprano, ya que a la mañana siguiente nos esperaba un madrugón para coger el bus hacia Quebec city.

De regalo, os dejo la canción que le gusta cantar a un chico aquí en la residencia cuando se hace el desayuno. Desde mi habitación, que queda al lado de la cocina, lo oigo por las mañanas y no sabría decir si alguna vez encontrará un hueco en el mundo de la música, pero al menos le pone sentimiento. 

Un día normal y corriente

Hasta ahora todos los días os contaba alguna excursión que había hecho o algo nuevo que había visto, pero hoy, para romper la rutina, os voy a contar cómo es un día normal y corriente

Normalmente tengo que estar en el laboratorio a las 09:30 de la mañana. Como más o menos me lleva 30 min. llegar, suelo levantarme temprano, a las 07:00 o 07:30 -depende de la pereza que tenga encima- para desayunar con calma, darme na ducha y todas esas cosas anodinas que hace la gente normal por las mañanas. Yo aquí sigo desayunando zumo, yogur, galletas con café... Cosas normales, pero mis compañeros en la residencia toman desayunos más potentes. El problema es que son cosas tan raras que no sabría decir ni lo que son. Sus neveras están llenas de salsas en botes, y por la mañana cogen una caja de algo -no tengo ni la más remota idea de que puede ser- lo mezclan con salsa, lo ponen en el microondas, y el desayuno está servido. Después toca hacer la comida, y en eso sí que coincidimos un poco más: una fruta, un sandwich y una botella de agua. 

Yo voy desde la residencia hasta el laboratorio en autobús, aunque otros usan el metro y un gran porcentaje de gente, en comparación con Santiago, vienen en bicicleta. Montreal es una ciudad bastante plana, con carriles bici incluso en pleno centro, donde el tráfico está más loco. Hay mucha gente que coge la bicicleta por las mañanas; puedes ver a ejecutivos con traje y corbata, estudiantes que van a clase, etc.

En el laboratorio se trabaja desde las 09:30 sin prisa pero sin pausa. Todos llegan y saben lo que tienen que hacer, excepto yo, que como estoy medio de extranjis, medio provisional, normalmente no tengo nada que hacer al empezar el día y me van surgiendo las tareas a medida que pasa el tiempo. A las 12:00 - 12:30 la gente empieza a parar para comer. Yo saco mi sandwich, mi fruta y mi botella de agua. Ellos, que tienen más experiencia, traen toda clase de cosas que se pueden comer rápido: burritos, tortas, pan de pita, pizza, etc. Hay quien se trae un verdadero banquete y empieza a sacar tuppers y tuppers de comida. En el laboratorio hay un microondas, vajilla y cubiertos, así que si quieres también se puede comer en plan tradicional. A eso de la 1:30 se acaba la hora de la comida y todos volvemos al trabajo. 


Es curioso que, tanto durante la mañana como durante la tarde, se están preparando cafés y tés todo el santo día. Como en las películas americanas, tienen un gran termo -los hay especiales, que traen incorporado un filtro para el té y así ya no tienes que prepararlo de antemano- y se pasan todo el día bebiendo. Después, cuando salen de excursión -empecé a intuirlo hace tiempo, pero lo confirmé el día que fui a la Ronde- llevan siempre botellas de agua como las de los ciclistas. Son unos bebedores empedernidos. Durante la semana, por la mañana todos los que van en el bus o en el metro llevan su bolso de mano y, a mayores, una bolsa con la comida. Yo ya me he hecho experta en imaginar que llevan de comer por la forma de los bultos. 

Solemos terminar sobre las 16:30; de nuevo, cada uno termina lo que está haciendo y se marcha. Lo que ocurre entre las 16:30 y las 22:00 es un misterio para mí. Hay quien queda con sus amigos, quien se va a su casa a hacer cosas pendientes, quien va a practicar algún deporte, clases de música... Lo que sea y, si no hay nada que hacer, enseguida se busca algo. Para mí, es el momento de hacer turismo o bien ir al supermercado. Parece una tontería, pero no puedo hacer las dos cosas en la misma tarde. Ahora ya voy siendo más profesional en esto de hacer la compra, pero al principio me pasaba horas en el supermercado -en vez del Gadis, voy a IGA- intentando encontrar lo que buscaba. Además, normalmente salgo del laboratorio y, para cuando llego a casa, estoy hambrienta, porque son normalmente las 17:00 pasadas y no he comido nada desde mediodía. Así que me hago una cena y, cuando mi estómago se apacigua, me voy por ahí a bajar la comida. 

A eso de las 22:00 ya son horas de retirarse y volver a casa; en la ciudad se hace de noche, empiezan a encenderse las farolas, los restaurantes se van vaciando, hay menos tráfico... Andrea se va a cama y pone el despertador para el día siguiente. A soñar con batas blancas, cámaras de fotos y sandalias con calcetines!

El centro del centro de Montreal


Después de un sábado tan intenso, el domingo fue un día tranquilo, para recuperar las fuerzas antes de un nuevo lunes –aunque en Canadá usan millas en vez de quilómetros, comen a las 12:00 en vez de las 15:00 y se descalzan al llegar a casa porque prefieren limpiarse los pies que limpiar el suelo, los lunes también son el peor día de la semana.

En la Rue Ste. Catherine había un mercado, así que empecé curioseando un poco. No era un mercadillo al uso, sino que eran las propias tiendas de los centros comerciales las que ponían los puestos en la calle, de modo que había marcas caras mezcladas con sus imitaciones. También había espectáculos cada poco, y hasta una exhibición de coches antiguos, con un antiguo camión de bomberos. Ya os había hablado en otra ocasión de esta calle, ya que sus 15 km recorren Montreal de este a oeste. Es tan larga que incluso tiene una línea de metro para ella sola, la línea verde, con nueve paradas en total.



Llegué a Dorchester Square, que está justo al lado de Place du Canada, de forma que parecen una sola plaza en lugar de dos diferentes. En un principio, entre 1799 y 1854, fueron el cementerio católico de Montreal. Aproveché y, en la oficina de turismo, pedí una guía de Quebec-city, a donde iré el siguiente fin de semana –así que os esperan dos largas entradas para los próximos sábado y domingo. Me gustó mucho como atienden en la oficina de turismo –hasta había una chica solamente para ayudarte a sacar el ticket para ponerte en la cola-, no se dejan nada en el tintero y las guías son realmente buenas. Saliendo de la oficina, a mano izquierda queda el edificio Sun Life building, que durante mucho tiempo fue el más grande del “Imperio Británico”. En su interior guardó las joyas de la Corona Británica y las reservas de oro de varios países europeos durante la II Guerra Mundial.

Seguí caminando por la avenida McGill College, en donde también se encuentran gran cantidad de tiendas y de cafeterías con terrazas. En el número 1981 –no entiendo por qué, pero todos los números en Montreal tienen cuatro cifras- se ve una impresionante fachada de cristal, en la puerta de la cual se encuentra una escultura denominada The Illuminated Crowd, de Raymond Mason. Seguí hacia arriba hasta llegar a las puertas de entrada del campus de la Universidad McGill. Resulta que un tal James McGill era un comerciante de pieles nacido en Glasgow, Escocia, fue quien donó los terrenos y fondos para construir el campus. Aquí me entretuve un poco en el museo Redpath. Es un museo de historia natural, pequeño pero interesante, en el que se puede aprender, como su propio nombre indica, la historia de la naturaleza: la formación de la Tierra, los primeros seres vivos, los dinosaurios, los animales, las civilizaciones antiguas, etc. Tiene un montón de cosas interesantes presentadas de forma que no se hace nada aburrido.

Luego bajé hasta el centro, de nuevo, para ver el Bell Centre. Es el estadio donde se juegan los partidos de los Montreál-Canadiens, un equipo del que parece ser que se sienten muy orgullosos las masas de Montreal, porque es muy bueno en el deporte nacional: el hockey sobre hielo. En el Bell Centre hay un salón de la fama, en el que conservan fotografías y objetos de los jugadores más importantes de Montréal-Canadiens. Yo no entré porque no soy la seguidora más ardiente del hockey sobre el planeta, así que preferí seguir con mi cámara en la mano y apretar el paso, porque se avecinaban unos nubarrones negros que me daban mala espina.

Empezaron a caer las primeras gotas cuando me dirigía hacia la St. George’s Anglican Church que, además de ser interesante por fuera, dicen que lo que más vale la pena es su interior decorado en madera y seda de Damasco traída de la Abadía de Westminster en honor de la coronación de la Reina Isabel II. Contado así parece un cuento para niños y, como intenté entrar pero las puertas estaban completamente selladas con grandes cerrojos negros, me quedé con esa impresión. Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, en un reino muy, muy lejano, en el centro de Montreal, una iglesia mágica, construida en madera y seda de Damasco… Y entonces empezó a caer una tromba de agua tan fuerte que la iglesia desapareció delante de mi vista tras un telón de agua, y a mi lado ya solo había coches, semáforos y luces de oficinas.

Eché a correr porque, aunque había una estación de metro enfrente, todavía me quedaba algo por ver: la catedral Christ Church. Es bastante impresionante, con sus grandes cúpulas rodeadas de torres de negocios. Al lado hay una plaza dedicada a Raoul Wallenberg, un Héroe de la Humanidad, que salvó a miles de judíos de los campos de concentración durante la II Guerra Mundial.

Al salir de la Catedral ya eran horas de retirarse, así que cogí el metro, regresé a mi habitación y dormí hasta el día siguiente. Ahora ya no sé si parte de lo que recuerdo es real o lo soñé pero, quitando acontecimientos extraños, personas haciendo cosas más raras de lo normal y ajustando la historia a las leyes de la física, creo que esto es lo que os podéis encontrar aún hoy si camináis por el Downtown de Montreal.  


Adrenalina

Creo que el sábado fue uno de los días más calientes y húmedos de mi vida. En primer lugar, por la mañana fuimos a tomar un brunch ya que, al parecer, es muy típico de los canadienses ir a tomar un brunch por ahí el fin de semana. Así que a eso de las 11:00 nos dirigimos a un Eggspectation. Se trata de una cadena de restaurantes que sirven desayunos, brunch, comidas… En resumen, puedes ir a cualquier hora y pedir lo que quieras. Como se trataba de vivir la vida canadiense, yo tomé un plato contundente de bagels, bacon, huevos, queso fundido por encima, patatas fritas y frutas, junto con un vaso de zumo de naranja recién exprimido.


Con los estómagos llenos, Emily y yo cogimos el metro hacia el parque Jean Drapeau. Además de que siempre vale la pena ir allí porque, sobre todo los fines de semana, es un hervidero de gente, también es donde se encuentra el parque de atracciones La Ronde. Pasamos todo el día allí. Era un día muy caliente y muy húmedo, por lo que no había demasiada gente y pudimos subir a todas y cada una de las montañas rusas: una que está a oscuras simulando las entrañas de un dragón, otra en la que vas de espaldas, otra en la que vas de pie, otra en la que parece que te vas a golpear en la cabeza con su estructura de madera… Alguna de ellas es la más rápida de Canadá pero, para ser francos, no sé cual porque a mí todas me parecieron alucinantes. Me lo pasé en grande, y no solo en las montañas rusas; también probé las sillas que dan vueltas, una rueda que giraba a la vez que subía y bajaba, la noria –que no fue muy emocionante, pero sirve para dejar que la adrenalina regrese a niveles basales- el tobogán de agua.
Ingenua de mí, me planté allí por la mañana con mi botellín de agua que, a la media hora, estaba vacío. Parecía que el plástico se iba a fundir de un momento a otro con el calor así que, al final, terminamos haciendo lo que todo el mundo a nuestro alrededor: compramos un vaso gigante –de aproximadamente 1 L- que se podía rellenar todas las veces que quisiéramos durante el resto del día. Dado que tampoco había fuentes donde rellenar la botella de agua, es la única opción para evitar deshidratarte o gastar 3 o 4 C$ en un refresco que se queda caliente a los dos minutos. Al principio te sientes un poco guiri, porque miras a tu alrededor y ves a todo el mundo con estos vasos gigantes enganchados en la mochila, con su gran pajita y la tapa en forma de cúpula que el Starbucks puso de moda, pero al final terminas rindiéndote y dejándote llevar. 

Al igual que había pasado el viernes por la noche para entrar en la discoteca –si no lo sabes, ponte al día- había dos colas. La mayoría de los mortales esperábamos a un lado a que nos llegara el turno pero, además, existe la opción de comprar una entrada flash. Este tipo de entradas te permiten saltarte la cola. En vez ser un ticket normal, se trata de una especie de tamagochi que la gente llevaba colgado del pantalón o de la mochila, y que les permitía saltarse la cola. Me dio la sensación de que es algo que suele tener, sobre todo, la gente que tiene un pase de temporada y que va más a menudo al parque. 

Gracias al gran vaso, la gorra y una gruesa capa de crema solar sobrevivimos hasta las 22:00 h. en el parque. A esa hora, empezó un espectáculo de fuegos artificiales. El puente Jacques Cartier, que conecta Montreal con la isla Sainte Hélène en la que se encuentra el parque, estaba a rebosar de gente sentada en el borde que había ido hasta allí para ver los fuegos. Resulta que, cada sábado, hay una exhibición de fuegos artificiales, luces y sonido, cada semana representando un país diferente. Justamente esta semana tocaba Canada y, aunque al día siguiente en el laboratorio me dijeron que fueron los peores hasta ahora, a mí me encantó. Consiguieron que el ruido de las bombas y los fuegos artificiales se sincronizara con las canciones que pusieron a todo volumen desde el puerto. Todo el mundo estaba en silencio escuchándolos y, poco a poco, la tierra empezó a iluminarse con las pantallas de los móviles y las cámaras de fotos, de modo que, desde lejos, parecía que había fuegos artificiales en el cielo y estrellas en el suelo.

Ni que decir tiene que, después de un día tan intenso, solo me quedaron energías para arrastrarme hasta mi habitación, darme una ducha y dormir como un bebé hasta el día siguiente. 

You cannot regret, what you cannot remember



What you cannot regret, what you cannot remember (no puedes arrepentirte de aquello que no recuerdas). Este era el eslogan con en el que un bar pretendía captar clientes el viernes por la noche. Interesante, pero la verdad es que no tenía mucho éxito. Caminar por Crescent Street un viernes por la tarde, con las terrazas de los restaurantes terminando de servir las cenas, y las de los bares empezando a servir copas, es la mejor forma de subir los ánimos para una noche de fiesta. 
Sin embargo, lo de beber hasta no recordar nada, cuando aún ni siquiera se había puesto el sol, tampoco era una idea muy apetecible, así que, para calentar motores, Emily me invitó en su residencia a un plato de pasta al pesto.

De postre, nos fuimos a Nickel’s, en la Rue Ste. Catherine, a tomar un trozo de tarta de oreo acompañada de nata y sirope de chocolate. El viernes pasado, buscábamos un local donde comer algo antes de ir a bailar un poquillo y nos encontramos con este sitio para cenar. Es un restaurante decorado estilo Rock’n Roll, con fotografías en blanco y negro en las paredes, baldosas de cuadros blancos y negros, bancos acolchados en lugar de sillas -estos eran azules, no blancos y negros- y buena música de fondo. La guinda del pastel es el menú que, como era de esperar, ofrece una gran variedad de calorías con patatas fritas, calorías azucaradas con gas para beber y calorías con nata y chocolate de postre. La semana pasada, cuando fuimos por primera vez, no pudimos con el postre, así que lo dejamos para más tarde, y hoy fuimos a saldar nuestra cuenta pendiente.



Desgraciadamente, no hay combustible más eficiente que la grasa: comes un poco de más y se acumula durante tanto tiempo que tienes que estar quemando horas en el gimnasio hasta que finalmente la consumes. Así que era hora de hacer un poco de ejercicio, y para ello nos fuimos a una discoteca muy popular –y con razón- en Montreal: altitude 737. Se encuentra en lo alto de una torre en la plaza Villa María, en el centro de la ciudad. Cuando llegamos, la cola daba la vuelta a la esquina. Afortunadamente iba bastante rápido, así que media hora más tarde le estaba enseñando el carnet al gorilón de la entrada. Podías aparentar más años que Matusalén, e incluso tenerlos, que aún así les pedía el DNI a todo el mundo, excepto a los que, en vez de esperar la cola, lo sobornaban y entraban sin más ceremonia. Después de dos ascensores, en los que había otro gorilón cuyo trabajo era expresamente para darle al botón de subir y bajar, nos encontramos, por fin, en una azotea desde la que se veía todo Montreal iluminado de noche. Las vistas eran espectaculares, las música estaba bien, bailé mucho y me acuerdo de todo sin arrepentirme de nada así que, en resumen, me lo pasé muy bien.

Un regalo de premio para los que habéis leído hasta el final: en condiciones normales, la entrada cuesta 15 C$, un precio que, sin duda alguna, vale la pena. Sin embargo, si queréis ser más listos que el hambre y entrar gratis, podéis apuntaros en internet, en esta página web. Sin embargo, incluso estando en esta lista tendréis que llegar muy pronto –sobre las 10:00 p.m.- para no encontrar cola. Si dan las 11:30 p.m. y aún no habéis entrado, bien porque tenéis que esperar en la fila o bien porque llegáis tarde directamente, tendréis que pagar aunque estéis en la lista. 

Pero la fiesta no termina aquí, porque cuando fui a postear esta entrada me encontré con que ya sois más de 1300 los que habéis pasado por aquí! Así que os dejo con Rhianna, a celebrar el primer mil-visitenio del blog. Intentaré seguir contándoos cosas interesantes y divertidas, porque ahora que empecé, no puedo parar...

Un mega-post para una mega-caminata

Dicen que, para mantenernos en un buen estado de salud, debemos dar unos 10.000 pasos diarios. Hoy me levanté con tantas ganas que creo que hice mis deberes por hoy y para el resto de la semana. Me hubiera gustado llevar conectada alguna app que contara los km, pero como la mayoría funcionan mediante datos móviles, es mejor para la factura permanecer en la ignorancia. Así que, como en los viejos tiempos, guía y mapa en mano –nada de apps en el iPhone ni chismes de esos que usan los jóvenes hoy en día- me fui a dar una vuelta por la zona vieja de Montreal -Old Montreal, si queréis que suene más intelectual. Es una zona muy bonita, especialmente por la noche, ya que los edificios tienen una iluminación especial que resalta sus detalles.  

Nada más salir de la parada del metro, me encontré en los jardines Champ de Mars, en donde se encuentran dos hileras de piedras que son los restos que quedan de las murallas de la antigua ciudad, construidas entre los años 1717 y 1744. Para los europeos estas ruinas parece que fueran de antes de ayer, pero aquí son casi de los restos más antiguos que se pueden encontrar. Cuando yo fui estaban “en obras”, ya que llevan expuestos desde hace 20 años el estar a la intemperie y las filtraciones de agua las han deteriorado.


Champ de Mars se encuentra en la parte de atrás del antiguo edificio del ayuntamiento y de los juzgados. El primero se construyó entre 1872 y 1878, y sobrevivió a un gran incendio en el año 1922. El balcón que se encuentra en la fachada principal, debajo del reloj, fue desde donde un señor muy importante para los Quebecois –los canadienses de Québec-, el General de Gaulle, dijo “Vive le Québec libre!” en 1967. Se ve que los franceses no pueden evitar organizar revoluciones. Separado del antiguo edificio del ayuntamiento por una fuente, se encuentra el primer juzgado que se construyó en Montreal, allá por el s. XIX. En 1025 este edificio se les había quedado pequeño, así que construyeron otro en la acera de enfrente, que ahora es el Tribunal de Apelación de Québec. Las impresionantes columnas de su fachada principal infunden tanto respeto que no creo que nadie se atreva a mentir entre sus paredes.  Como no hay dos sin tres, se construyó otro edificio más, que es donde actualmente se resuelven casi todos los casos.

En la acera de enfrente del ayuntamiento se encuentra el Château Ramezay que, además de ser un hotel, también alberga un museo en el que se expone toda la historia de Canadá, hasta el s. XX. En la parte de atrás tiene el típico jardín del s. XVIII dela “New France”.  

Girando a la derecha, al final de la calle se encuentra el mercado Bonsecours. Desde 1867, año en que fue inaugurado, ha pasado de ser un mercado a lugar de reunión para los hombres de la ciudad, sala de conciertos, ayuntamiento, y, de nuevo, mercado, que es la utilidad que tiene actualmente. Es un lugar agradable para pasear o tomarse un café en alguna de las terrazas. Más allá, con la torre del reloj intentando quitarle protagonismo a la cúpula del mercado, se encuentra la capilla Notre-Dame-Bonsecours. Esta capilla, que ya de por sí vale la pena, contiene en su interior un museo con varias salas de exposiciones y una cripta. Además, se puede subir a la torre para ver Montreal desde las alturas que, junto con la tumba de Marguerite Bourgeoys, son los principales atractivos de esta capilla. Como era ya un poco tarde no me acerqué a verlos yo misma, así que no respondo si alguno se va a Montreal exclusivamente para ver la capilla y resulta que no está a la altura de sus expectativas.


Después de atravesar la plaza de Jacques-Cartier, en donde se respira un ambiente estupendo, con artistas que cantan y pintan en la calle y mucha gente paseando tranquilamente, comienzan una serie de calles cuyos edificios fueron construidos, en un principio, para servir de almacenes. Ahora se han reconvertido en restaurantes, galerías de arte, etc. Cuando pasé por allí ya estaba anocheciendo y me quedé embobada por ese lugar mágico. La luz anaranjada del sol se mezclaba con la de las farolas de estilo victoriano, con flores rojas colgando hacia el suelo; en la calle se escuchaba el jazz que sonaba en el interior de los restaurantes como si el sonido llegara flotando directamente desde Nueva Orleans, y olía tan deliciosamente bien a patatas asadas que parecía que me las estaba comiendo.

Finalmente, terminé en la Place d’Armes, otro punto crítico de la ciudad, cargado de historia. Desde 1895 se encuentra en el centro de la plaza la estatua del fundador de Montreal, Paul de Chomedey, también llamado Sieur de Mesonneuve –hay un largo bulevar con este nombre que corre paralelo a la calle Ste. Catherine; en él tienen lugar todos los eventos del verano. En uno de los lados de la plaza se encuentra el edificio más antiguo de la ciudad, llamado “Vieux Séminaire”, construido entre los años 1684 y 1687, cuyo reloj, que data del año 1701, es probablemente el más viejo de los de su tipo en toda Norteamérica. El banco más viejo de Canadá, el Bank of Montreal, también se encuentra en esta plaza y, como la mayoría de los edificios antiguos de aquí, tiene un museo. Al otro lado de la plaza se encuentra la Basílica Nôtre-Dame de Montreal. Cuando yo fui ya estaba cerrada, pero la guía dice que su interior es todo de madera y que llama la atención la capilla de Notre-Dame-du-Sacré-Coeur. Por la noche hay un espectáculo de luces y sonidos, And then there was light, que representa la fundación de la ciudad de Montreal y la construcción de la Basílica. Durante un rato estuve pensando si quedarme y verlo, pero decidí seguir caminando, porque debía de andar todavía por los 7.000 pasos.



La Place d’Armes es como una frontera entre la zona antigua y lo que empieza a ser la zona financiera de Montreal. Así que, antes de irme del s. XIX, bajé hasta la Place D’Youville, en donde se encuentra el Centro de Historia de Montreal, que ya estaba cerrado. Enfrente hay otro museo, el de Arqueología e Historia, que también estaba cerrado -puede que el saber no ocupe lugar, pero en Montreal se acuesta temprano y tiene horario reducido el fin de semana. La Place D’Youville está construida sobre el Río Saint-Pierre, que fue canalizado, como no, en el s. XIX. Un poco oculto entre los árboles de la plaza, se levanta un obelisco, no demasiado grande, en recuerdo de los primeros pioneros que llegaron a la zona.

Aunque no entré en el museo de Arqueología, el edificio es tan antiguo –o eso parece- que parecía que ya había tenido suficiente, así que esta vez sí que me dirigí hacia la zona de las grandes torres de cristal tintado. La calle Saint-Jacques se conocía antiguamente como el “Wall Street” de Canada. Esta calle termina en la plaza Square Victoria, en donde los edificios, si no son rascacielos, al menos lo parecen.

De aquéllas sí que había cumplido la cuota de pasos diaria, pero me lo estaba pasando tan bien que decidí volver caminando. Este día aprendí que “a solo dos o tres paradas de metro” no es una distancia corta en Montreal después de haber caminado toda la tarde. 

Payasos en mallas rojas


Queda demostrado que, o bien la gente de Montreal confía mucho en los desconocidos, o bien una panda de payasos en maillot rojo pueden secuestrar a 200 personas, en pleno centro, sin que ni siquiera los propios secuestrados se den cuenta.

Por la noche fui en plan aventurera solitaria al barrio de los espectáculos, con la idea de ver a un circo, parecido al Circo de Sol, que actuaba en la calle. Cuando llegué, tan solo 4 minutos más tarde de la hora a la que se suponía que tenía que empezar el espectáculo, me encontré con aproximadamente 15-20 personas en mallas rojas haciendo, como no, el payaso en el medio de la plaza. Después de lo que supuse que había sido un número, empezaron a hacerle señas al público para que los siguieran, y consiguieron que casi todos los que estábamos allí se movieran y les siguieran. Yo, que no me enteraba muy bien, me quede donde estaba, observando el espectáculo: una horda de gente que desaparecía en el centro de Montreal, a la vista de todos, y no se sabía a donde iba.

Cuando vi a una ambulancia pasar por la calle, supe que había llegado el desenlace, y solo había dos posibilidades. La primera era que el espectáculo, además de corto, había sido malo, por lo que, habiéndose dado cuenta del engaño, la gran masa habría arremetido con una furia irracional hacia los payasos en mallas rojas, con un resultado fatal para los saltimbanquis. La otra opción es que en realidad se trataran de payasos malvados, como los de las películas, que estuvieran intentando secuestrar a los inocentes e ingenuos ciudadanos de Montreal. Por supuesto, en este último caso, la ambulancia se debe a que, por muy inocentes e ingenuos que sean, alguno llevaría un móvil y habría conseguido llamar a emergencias.

Cuando pasó la segunda ambulancia, decidí que mejor alejarme de ahí, así que recogí mis cosas y me fui porque ya eran las 22:30. Aquí no es una hora demasiado decente para estar por la calle si a la mañana siguiente tienes que despertarte para ir a trabajar, aunque la jornada laboral de los estudiantes de medicina empiece 7 horas más tarde que en España -6 horas por la diferencia horaria, y 1 hora más tarde de lo normal. Así que me di una vuelta por la calle Ste-Catherine que, además de que me la encuentro en todas partes y siempre es un sitio agradable para pasear, estaba decorada con pequeñas bolas rosas colgadas de los edificios de un lado a otro.  


Aquí tenéis algunas fotos que saqué. Desafortunadamente, no me dio tiempo de sacar la cámara durante la actuación, así que tendréis que creerme –lo juro, ni me golpeé en la cabeza, ni me afectó el aire del metro, ni me olvidé de tomar la pastilla- había payasos de rojo en esa plaza. 


Sábado intenso: Torre de Montreal, Biodôme, Insectarium y Jardín Botánico

Es una costumbre internacional aprovechar el sábado para dormir hasta cuando el cuerpo aguante, pero siempre hay un límite: la hora de comer. Sin embargo, como aún tenía un poco de lío con los horarios, me equivoqué y me levanté para comer a la hora española, es decir, las 08:00 hora de Montreal. Después de arreglar un poco la habitación, cuidarme un poco y tomar una especie de brunch, casi me despisto y llego tarde a la excursión que tenía programada con Emily: visita la zona de Hochelaga-Maisonneuve.

El metro nos dejó justo enfrente del Parque Olímpico y la Torre de Montreal. Ambos fueron construidos para los Juegos Olímpicos de 1976. Los diseñó el arquitecto francés Roger Taillibert. La torre de Montreal es la torre inclinada más alta del mundo. Yo pensaba que era la de Pisa, pero solo está inclinada 5⁰, frente a los 45⁰ de la Torre de Montreal que, además, mide 175 m. de alto. Está hecha de cemento hasta un poco más de la mitad, y a continuación de acero. En lo alto de la torre se encuentra una gran sala redonda con paredes de cristal, llamada el Observatorio, desde la que se abre una vista espectacular de Montreal de hasta 80 km a la redonda. En el laboratorio me han contado que también hay una sala de conferencias que alquilaron un año para una charla; supongo que es tan impresionante como la que vi yo, pero sin turistas amontonados ni tienda de recuerdos. Para subir, se utiliza un funicular que alcanza los 2 m/s, de forma que hace el trayecto en menos de 2 min. Es el único funicular que circula sobre una superficie curvada e inclinada, por lo que necesita un sistema hidráulico especial para mantener la cabina siempre horizontal.  En temporada alta, puede hacer hasta 100 subidas y bajadas al día –para desgracia del “conductor”.

Cuando bajamos, fuimos a ver el Biodôme. Se trata de una especie de museo de los ecosistemas canadienses. Es un complejo divido en Selva Tropical, Bosque de Arces, Golfo de San Lorenzo y Regiones sub-polares. Se pueden ver más de 750 tipos diferentes de plantas, junto con aproximadamente 230 especies diferentes de animales que, en su mayoría, campan a sus anchas –al pasar por la zona de los pájaros todos nos tapamos la cabeza con la publicidad del Biodôme, por si acaso caían proyectiles, pero los animales están bien amaestrados y no hubo fuego hostil.

A continuación, cruzamos una esquina del Parc Maisonneuve, un parque en el que se pueden hacer todo tipo de deportes -incluso tiene un campo de golf municipal de 9 hoyos-, para ir al Insectarium. En el Insectarium se encuentran más de 160.000 especímenes vivos o disecados de insectos, así que para mí fue una experiencia similar a una casa de los horrores: sabía que los animales estaban muertos o detrás del cristal, al igual que se sabe que los fantasmas y las brujas son solo gente con disfraces, pero aún así daba repelús acercarse a las vitrinas, al igual que tienes el corazón en un puño hasta que no dejas atrás los zombis y los Frankensteins. Del Insectarium me quedo, sin embargo, con una bonita leyenda australiana que cuenta cómo se crearon los primeros digeridoos, que son como flautas enormes –la tenéis entre las imágenes.

Por último, pero no menos importante –de hecho, fue mi parte preferida del día- visitamos el Jardín Botánico. Es uno de los más grandes del mundo; ni siquiera nos dio tiempo de verlo entero, ya que tiene, además de exposiciones, 30 jardines temáticos. Los más populares, que también en mi opinión son los más bonitos, son el jardín Japonés, el Chino y el de las “Primeras Naciones” (Firsts Nations). Al final –o a la entrada, depende de la puerta por la que se empiece el recorrido- se encuentra el Centro de la Biodiversidad de la Universidad de Montreal, aunque no lo visitamos.

Cuando ya empezaba a notar que podía hacer la fotosíntesis, regresamos a la civilización para prepararnos para una noche de fiesta pero, como esta es otra historia, os la cuento en un post diferente.  Si alguna vez vais a visitar esta zona, existen bonos para los 4 sitios que yo visité (Torre, Biodôme, Insectarium y Jardín Botánico) y, por separado, para la Torre, el Biodôme y el Jardín Botánico. Cuando se compra por separado la entrada de este último, también está incluido el Insectarium. Hay precios especiales para los más pequeños y los mayores. También hay descuentos especiales para los universitarios, pero es necesario presentar la tarjeta universitaria -a mí, con la de la USC, me hicieron el precio especial, así que no tiene que ser ninguna en concreto. Es muy útil en Canadá llevar una tarjeta universitaria siempre encima, porque suele haber precios especiales en casi todo, incluso en los autobuses entre diferentes ciudades.